Vuelve a explicarme tu viaje. Crónica de felicidad
Por Jordi Vilá
Una amiga ha estado en Kenia, para ser más exactos, en un lugar perdido de Kenia, en el que no están las ONG’ al uso si no la misión de la Iglesia Católica. Ella misma me decía que este viaje le había ayudado a reconciliarse con la institución o, al menos, con esta parte de la institución.
Donde estuvo, no hay carreteras, no hay autopistas, no hay tan siquiera aeropuertos si no una pista más o menos uniforme y recta, de tierra, en la que pequeños aviones toman tierra con algunas provisiones y en las que, el personal aeroportuario, se ciñe a dos lugareños con un detector de metales por toda tecnología.
En ese lugar, el responsable de la misión es capaz de coger el teléfono y salir zumbando porque, a tres horas de viaje en camioneta por un camino tortuoso, alguien le dice que le han pegado un tiro.
En ese lugar, se encuentran niños caminando por la noche para llegar a la mañana siguiente a la escuela, lugar donde, además de aprender, tendrán garantizada una comida caliente. Obviamente, esos niños caminan descalzos y sin más luz que la de sus propios corazones.
En ese lugar, las mujeres han de caminar decenas de kilómetros para poder recoger agua de algún pozo con una mínimas garantías de salubridad, que impidan que enfermedades infecciosas se propaguen hoy por hoy como si de un reguero de pólvora se tratara.
En ese lugar, la alegría está presente en la esencia de esas personas que llevan tatuada en el alma la palabra Vida, tanto en los niños como en los adultos, todo y que adulto tenga allí otra acepción de la comúnmente aceptada en occidente, en nuestra tan habitual teoría eurocentrista.
En ese lugar, no hay electricidad, seguramente porque nos les hace falta ya que la luz parte de su interior; tampoco rigen las leyes de la comodidad que tenemos en nuestros industrializados países, tampoco hay videoconsolas, ni teléfonos móviles, ni televisores, ni tonterías por el estilo.
Sí, en ese lugar, la vida sería muy dura para nosotros, la injusticia es, posiblemente, el pan nuestro de cada día y hay dictadorzuelos de medio pelo que campan a sus anchas cual si de dioses de pacotilla se tratara.
Pero he sentido envidia de mi amiga y de las personas a las que ha acompañado en este trozo de su vida, envidia de verdad, envidia sana, envidia de la inmensa felicidad que me transmitía cuando me lo contaba y me daba cuenta de que la felicidad está en el interior de cada uno de nosotros.
Solo una pregunta quedaba en mí, ¿qué necesito para ser feliz?